Ya no nos fijamos en las cosas que ocurren en nuestro entorno. Es como si nuestra mirada hubiera perdido la capacidad de detenerse. Tenemos la experiencia de los instantes, pero no tenemos la vivencia de la duración. Pasamos de una información a otra, de una sensación a la siguiente, pero sin llegar nunca a un punto de suspensión, ese espacio temporal congelado que permite observar, reflexionar, o simplemente vaciar la mente.
Nos basamos en los estímulos, todo está hecho para excitarnos, para agitarnos. No hay nada que nos perturbe profundamente, que nos descoloque, que nos haga mirar de una forma diferente.
En una sociedad tan ruidosa, muchas personas tienen graves problemas para convivir con uno mismo, no sólo en soledad, sino también en silencio. Están en casa solos, y ponen la tele, o la radio. No necesariamente porque lo escuchen, ni cómo suelen decir, para hacer compañía. Simplemente no saben estar en soledad silenciosa. La sensación de vacío existencial los invade, y necesitan huir de él.
No cabe duda de que éste es un mal contemporáneo. Hasta hace relativamente poco, la humanidad había vivido en silencio, exceptuando los ruidos inherentes a la naturaleza, y los sonidos y palabras de sus congéneres.
En el momento en que adoptemos el silencio, escucharemos nuestro cuerpo, nuestra mente, y nuestra alma. Sin embargo, escuchamos nuestro entorno, los ruidos, los olores, y nos integramos allá donde estamos. Si es la naturaleza, mucho mejor, ya que es allí donde la humanidad ha coexistido miles de generaciones, y allí es donde estamos ancestralmente adaptados.
El camino de Santiago es una oportunidad para reconectar. Reconectar, no desconectar, como suele mencionarse. Caminar horas en soledad, escuchando el ruido de la naturaleza, escuchando nuestra respiración, recibiendo el sol, el viento o la lluvia. Es una inmersión que nos conecta con nosotros mismos, con nuestros antepasados, nuestra cultura, con nuestro ADN. Caminar largamente por el paisaje, en silencio y soledad. Caminas con tus pensamientos, preocupaciones, prestando atención de vez en cuando a las anomalías que vas encontrando.
Pero paso a paso, vas captando las cosas permanentes, a menudo insignificantes. No las notas discordantes, sino la sinfonía de fondo.
Al mismo tiempo vas tomando conciencia de tu cuerpo, de los pequeños dolores que poco a poco vas notando, tu respiración. Sin darte cuenta, te fusionas y te integras poco a poco en el paisaje: formas parte de él. Eres él. Incluso las tierras duras, las inclemencias, la austeridad visual acaban por ser bellas. La aspereza de los Monegros, o la nieve en O’Cebreiro, se convierten en parte de uno mismo. La dureza propia se convierte en anestesia espiritual. No es más que la reconexión con nuestras raíces, con lo que somos.
El silencio también es indispensable para escuchar. Dejar que nuestra mente intente entender el sentido de las palabras del otro, no para rebatirlas rápidamente como se hace habitualmente, sino para captar su voluntad. Es un gran y saludable ejercicio, escuchar al otro y darse unos segundos antes de abrir la boca. Escuchar, entender lo que ha dicho, buscar el concepto, y pensar en qué puede aportar uno para contrarrestar o simplemente para incorporar elementos enriquecedores de la conversación.
Es conocida la particularidad de las culturas en las que el idioma tiende a situar partes importantes de la frase, como por ejemplo el verbo, al final. De modo que el interlocutor debe esperar a que acabe por entender bien el sentido de lo que quiere decir. Estos segundos de espera fuerzan una dinámica menos agresiva, más reflexiva, pausada, y, sobre todo, más respetuosa.
Cuando hablamos, la mayoría de las personas tienen tendencia a subir el tono de voz para acallar a la otra. Como si callar fuera dar la razón al interlocutor. Así pues, se crea a menudo una espiral ascendente hasta el punto de que las partes no escuchan a las demás partes. Suben y suben el tono, en una lucha descarnada por conseguir silenciar a los demás, e imponer su criterio. En aquellos momentos de sordera mutua, los argumentos acaban por desaparecer. Cortar rítmicamente al interlocutor mientras éste está argumentando, acaba por difuminar y desintegrar su sentido.
Sólo hay que situarse a menos de un centenar de metros del patio de una escuela para oír un auténtico algarabío de chillidos. Ni padres ni maestros prestan atención a educar correctamente a los hijos en este sentido. Los niños aprenden de pequeños que, gritando, consiguen lo que quieren. Sería bueno que enseñaran como parte de la buena educación a escuchar a los demás, y a no utilizar el tono como argumento. Dicen que es imposible, que son indomables. Pero hay familias que lo consiguen, de forma natural, con hijos sanos, alegres y felices. Y no porque apliquen disciplinas muy estrictas, ni los sometan a la castración sistemática del juego y la alegría. Simplemente, enseñando que divertirse no está reñido con el respeto a los demás.
Es necesario convertir el silencio en herramienta de convivencia, de reflexión, y en último término, en catalizador del sentido crítico, antídoto central de buena parte de las amenazas que nos rodean.
De hecho, casi siempre hay un trasfondo de actitud: en lugar de entender el concepto de hablar como un medio de intercambiar opiniones y visiones, de poder contrastarlas, reflexionar sobre ellas, y sacar conclusiones, muchas personas las entienden como una batalla. Se pierde la oportunidad de enriquecimiento interpersonal, y los argumentos y posibles conclusiones se desvanecen.
No debe sorprendernos pues, muchas de las cosas que están sucediendo en el mundo actual, en la política, en los medios de comunicación, y en las redes.
Es el simple reflejo de la desconexión.
Acerca del autor
Arquitecto de profesión, curioso de vocación, crítico, reflexivo y aprendiz de librepensador. Buscando el origen de las cosas, para intentar entender el porqué de todo.