El artículo, siguiendo la huella de Saint-Exupéry, señala cómo nuestra propia mirada es la que invisibiliza parte de la realidad, sobre todo en nuestra relación con la Naturaleza. Un llamamiento a ver más afinadamente, tanto las realidades más profundas y luminosas, como los lados más oscuros y dolorosos. Una invitación a ver con el corazón.

En el libro El principito, se muestra magistralmente como la mirada de los adultos se halla empobrecida o adulterada. Por muchos motivos: por la falta de imaginación (ver un sombrero, y no la boa engullendo el elefante, no percibir el cordero dentro de la caja); por el exceso de prejuicios (describir un científico por su apariencia); por la desatención (“no prever” los gigantescos baobabs); por la falta de vínculos profundos (pues todas las rosas son iguales, menos la que amamos, aquella de la que nos hacemos responsables); por el desprestigio de la evocación lírica (convenir en que las estrellas ni ríen ni son cascabeles); por la manía banal por las cifras (el asteroide B612, la casa de 100.000 francos…). Antoine de Saint-Exupéry lo sintetizó de modo magistral: “Solo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos”, o cuando dice: “los ojos son ciegos; se ha de buscar con el corazón”. Hay, pues, una dimensión de la realidad, la más interior, cualitativa y humana, que la visión superficial y exterior puede invisibilizar.

La realidad

Ver la realidad tal como es, es decir, afinadamente, no es nada sencillo. Tampoco tiene una fácil solución tecnológica (en un plis plas, unas gafas, un telescopio…) ni tan siquiera parapsicológica (sueños o clarividencia de una médium). En conjunto, como ampliamente evidencian también los Evangelios, es este un asunto que exige cierta contrición de la persona (Lc 6, 39-42; Jn 9; Mt 23, 23-26), una revisión, no tan solo ocular sino principalmente cardíaca: “Felices los limpios de corazón, porque verán a Dios”, dice una de las Bienaventuranzas, dejando claro cuán importante es limpiar el corazón de los obstáculos que le bloquean la visión. Al fin y al cabo, en eso de no atisbar cuando toca nos jugamos, tal vez, nuestro destino final. “-Señor, ¿Cuándo te vimos hambriento o sediento, forastero o desnudo, enfermo o en la cárcel y no te asistimos?” (Mt 25, 44).

Sin embargo, nuestra falta de visión nos perjudica ya ahora. Cautivos de avaricias y nihilismos, no percibimos con claridad y agradecimiento los dones que nos mantienen vivos: el aire, el agua, el alimento, el cobijo…; absortos en el mundo urbano y virtual, desconectados de la realidad, tendemos a ignorar la maravilla de la existencia y la sorprendente riqueza natural que nos rodea; distraídos por la compulsión consumista, atolondrados por el marketing turístico y la fijación de la foto, soñamos con paraísos remotos y espectaculares. Inhábiles para captar la hermosura, la armonía y la grandeza de lo que es menudo y cercano; egocéntricos y soberbios, pasamos por alto el valor intrínseco, la dignidad de los otros seres y elementos; ebrios de cientifismo, sin ser conscientes de ello, vivimos en un cosmos desencantado, ciegos a la sacralidad de la naturaleza y a sus innumerables voces. Como decía el maestro budista Thich Nhat Hanh: “El milagro no es caminar sobre el agua, el milagro es caminar por la Tierra verde en este momento presente y apreciar la paz y la belleza que están disponibles ahora”.

preservar la curiosidad

Hagamos, pues, todo lo que esté a nuestro alcance para preservar la innata curiosidad de los niños, llevándolos a observar animales, plantas, rocas, ríos… compartiendo con ellos mil preguntas. Dispongámonos para acercarnos a la Naturaleza, mas no como quien va a un parque de atracciones, sino con tiempo, en silencio, atentos a las formas, texturas, olores, sonidos… y a sus sutiles lenguajes, y maravillándonos, procurando estar contemplativamente, acallando nuestros deseos y elucubraciones, sintiéndonos unidos a ella. Procuremos hacer nuestra la mirada de aquellos que, en la Naturaleza, descubren señales de su camino interior y de la interdependencia del conjunto; la mirada sensible y reverencial del poeta, la que ve el universo entero en una flor. Es hora de redescubrir que la Naturaleza, el Universo, el Cosmos, son teofanías, manifestaciones de la Divinidad, del Espíritu o de la Conciencia Suprema…

Ciegos a las realidades luminosas y gratas, nos cuesta mucho ver, y todavía más aceptar los flancos más oscuros y dolorosos de nuestra civilización. Por lo que en ello nos va, invisibilizamos igual y sin vergüenza alguna todo lo que hace posible el desmesurado desarrollo económico de Occidente y su estilo de vida cómodo, opulento e injusto: que la prosperidad y la riqueza de unos pocos se deben al empobrecimiento de muchos otros, del saqueo y explotación del Sur global; que tras el poder y el bienestar alcanzados por una parte de nuestra sociedad hay el expolio y la destrucción creciente de la Naturaleza; que el crecimiento exponencial de la movilidad, producción, consumo y comercio internacional nos abocan al abismo, que la mayor parte de los enormes costes de este estilo de vida (contaminación, emergencia climática, extinción de especies…) los pagan otros; y que ni tan solo gozamos realmente de la fiesta, pues en los países más avanzados crece la desorientación, el desánimo y la depresión que emanan de una insatisfacción existencial generalizada.

Sin embargo, la economía en boga, con la visión deformada por las gafas del PIB, menosprecia todas estas realidades, cual simples externalidades. En la sombra quedan, pues, el empobrecimiento de países enteros, el trabajo de muchos niños y mujeres dedicado a la alimentación, la cría y el cuidado de las personas, y todas las generaciones futuras… Por su parte, la propaganda al servicio del ídolo del Capital, con el ecoblanqueo y la nueva terminología (desarrollo sostenible) trata de vestir la mona de seda, escondiendo como puede el incesante clamor de la Tierra y de los pobres. Sirva como ejemplo la ganadería intensiva industrial. Ya no se trata únicamente del sufrimiento de los animales condenados a una vida de tortura y a una muerte terrorífica (Paul McCartney decía que, si las paredes de los mataderos fueran de vidrio, nadie comería carne); la producción cárnica y láctea industrial necesita vastas extensiones de terreno para el cultivo de piensos, ingentes recursos hídricos, químicos y energéticos, continuos tratamientos sanitarios, corrompe el aire, el suelo, los acuíferos, las comunidades rurales… La indescriptible aberración que supone el sacrificio anual de 23 millones de cerdos cada año, solo en Cataluña, queda invisibilizada por fuerza, la vache en rit pas.

iniciativas necesarias

Por todo esto, necesitamos visibilizar y dar apoyo a iniciativas no orientadas al lucro que sean responsables con la Naturaleza y con las necesidades reales de las personas: la economía circular, la banca ética, las cooperativas de consumo agroecológico, la gastronomía frugal basada en productos de temporada locales o silvestres, la movilidad compartida, las redes de intercambio, las comunidades energéticas, la pedagogía verde, la medicina naturista, la cohabitación (ecoviviendas), las soluciones basadas en la Naturaleza (creación de estructuras verdes en ciudades, establecimiento de áreas protegidas…), la renaturalización, la simplicidad voluntaria, las cosmovisiones indígenas (no materialistas, holísticas, ecosóficas…) y la espiritualidad ecológica, es decir, las enseñanzas de las grandes religiones y tradiciones de sabiduría sobre la custodia de la Tierra, como el de las comunidades monásticas contemplativas.

En fin, ante un futuro problemático, cada vez más evidente, a tenor de las tendencias insostenibles propias del Antropoceno y la superación de los límites de la Tierra, necesitamos liderazgos visionarios que nos estimulen a cultivar y compartir una esperanza activa, como la que preconiza Joanna Macy. Entretanto, es fundamental dejar de mirarnos el ombligo. Es decir, relativizar nuestra realización personal, nuestros derechos, nuestras democracias y dedicar mucha más atención a aquellas realidades invisibilizadas por la miopía egocéntrica, por las preocupaciones e intereses de nuestro pequeño yo o del colectivo de turno, y abrirnos hacia aquellas realidades impersonales, puras y auténticamente sagradas que viven permanentemente en nuestro alrededor: la verdad, la belleza, la justicia y la compasión. Esta es la invitación que hacía la filósofa Simone Weil (muerta cuatro meses después de la publicación de El Principito, con el fragor de fondo de la Segunda Guerra Mundial); este es el esfuerzo que transmite la enseñanza de los grandes místicos.

Y es esta visión lúcida y amorosa, la escucha atenta, gratuita y generosa, el cuidado (domesticación decía Saint-Exupéry), es la que transfigura las cosas y nos capacita para ver la realidad tal como es. Porque solamente así, captamos los milagros permanentes de la Naturaleza, todas las criaturas se nos revelan como hermanas y reconocemos este planeta donde vivimos, como la madre Tierra. Sírvanos el testimonio filial, humilde e inspirador de la Dra. Elisabeth Kübler-Ross (La muerte: un amanecer, 1992): “Estaba en comunión amorosa con cada hoja, con cada nube, con cada brizna de hierba y ser viviente. Incluso sentía las pulsaciones de cada piedrecita del camino (…) Se trataba, sencillamente, de una percepción que era el resultado de la conciencia cósmica. Se me permitió reconocer la vida en cada cosa de la naturaleza, con este amor que no soy capaz de formular”.


Este artículo ha sido publicado en el número 196 de Ciutat Nova: Invisibles 

0

Finalizar Compra